Emociones en Budapest: la belleza entre el dolor, la resiliencia y el arte

Actualizado: 8 de julio de 2020

La trilogía que forman Buda, Pest y el Danubio atrapa desde el primer instante. Dos ciudades son una hace más de 140 años y, desde ambas márgenes del majestuoso río, convocan al viajero a recorrerla, comprenderla y disfrutarla. Es sin duda una hermosa y fascinante ciudad

Esta no es una nota sobre Budapest, las hay -y muy buenas- en este sitio. Quiero en cambio transmitir algunas emociones que brotaron mientras transitábamos lugares y monumentos que movilizan, que dejan huella.

Una escultura asombrosa, tan sencilla como extraordinaria, conmueve hasta las lágrimas...

Sesenta pares de zapatos frente al Danubio recuerdan el asesinato en masa de miles de seres humanos, fusilados frente al río y a quienes, previamente, se les habían quitado sus zapatos

La obra hace mucho más que denunciar la masacre de veinte mil judíos húngaros perpetrada por los cómplices fascistas locales del nazismo sobre el final de la Segunda Guerra Mundial. Cada zapato -de hombre, de mujer, de niño o de niña- deja una marca indeleble en quien lo contempla.

Las bellas vistas del Parlamento, el Bastión de los Pescadores, el Palacio y el Puente de las Cadenas ayudan a recuperarse y seguir adelante.

La caminata nos lleva a la gran Sinagoga de Budapest, una de las mayores del mundo y, sobre todo, una de las más hermosas. Luego de visitar el templo contemplamos el cementerio y una alegoría de la terrible marcha de decenas de miles de judíos a los campos de concentración.

Finalmente. el Arbol de la Vida, el monumento a los cientos de miles de judíos húngaros asesinados por los nazis, en cuyas hojas plateadas viven muchos de sus nombres a modo de homenaje eterno.

Cada hoja del maravilloso Arbol consagra la memoria, la indispensable memoria del horror y transmite, a la vez, un bello mensaje de vida

Hay además justos y sentidos reconocimientos a los héroes que salvaron a miles de personas durante la tragedia. Diplomáticos de diversos países, personas que arriesgaron la suya para proteger las de los perseguidos por la única razón de su origen racial, son recordados allí.

Nuestro recorrido concluyó en el que, con justicia, se considera el mejor café del mundo. Bajo el -algo absurdo- nombre de New York Café, en el edificio de fines del siglo XIX se encuentra ese increíble lugar donde nos relajamos, gozamos de bellísima música y de un ambiente difícil de explicar para quien no tuvo la suerte de vivirlo.

El mantel de la mesa contaba una historia muy alineada con nuestras vivencias del día. La de Michael Curtiz, director de Casablanca, uno de los films más famosos de todos los tiempos, quien trabajó unos años en el mismo Café. Su verdadero nombre era Manó Kertész Kaminer, nacido de una familia judía húngara en Budapest.

Fue entonces cuando el pianista nos regaló una intensa versión de Bella Ciao, el himno de los guerrilleros italianos en lucha contra el fascismo como cierre de una jornada inolvidable cargada de profundas emociones.

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