Hay hombres que luchan un día y son buenos.
Hay otros que luchan un año y son mejores.
Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos.
Pero hay los que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles
Bertolt Brecht
El día que tenía que rendir el último examen para recibirme de psicólogo tenía en la puerta de mi dormitorio una caja azul con una cartita. Abrí el paquete y ahí estaban las obras completas de Sigmund Freud, la edición de Ballesteros, tres tomos, papel biblia, lomo marrón, hermosos. Y dedicados, con todo el amor de mis padres.
Aún recuerdo el olor de esos libros, son esas sensaciones hermosas e imborrables. Pasaron 30 años ya, y me bajo de la estación Finchley Road del metro de Londres, y nieva… Y camino con la emoción a flor de piel, y vuelve ese olor mezclado con el agua nieve que se desarma en mi abrigo, porque no imagine semejante regalo y aquí estoy poco preparado para la ocasión.
Pero no importa; el agua se seca, y también las lágrimas que empiezan a caer suaves cuando me acerco a la calle Maresfield 20, llego a la puerta y veo la placa que dice S. Freud y ahí lloro, como un niño, o como el muchachito que hace 30 años daba su última materia para empezar esta maravillosa aventura de ser psicólogo.
Amo mi profesión, no podría hacer lo que hago si no fuera movido por la pasión y, digo siempre, el día que deje de emocionarme con mi trabajo, ahí cerraré mi consultorio y ya, pero lejos de eso…
La casa de Freud en Londres
Y aquí estoy, en el museo de Freud en Londres, y entro pisando despacio, como si entrara a un templo, y lo primero que veo a mi derecha es un armario con puertas de vidrio, un sobretodo, y un par de anteojos. Y lo imagino, con su barba blanca, caminando por esas habitaciones yendo hacia la puerta y andando el mismo camino que hice yo para llegar, y ya mi nariz está colorada entre el frío, la calefacción y la congestión.
Respiro hondo y entro al templo, el estudio, el último consultorio de Freud. Y ahí me quedo… Largo rato, absorto, miro el sillón donde se sentaba, miro el diván, tantas veces como pude en ese rato, un silencio respetuoso acompaña y lo imagino ahí…
Freud llegó a esta casa en 1938, cuando los nazis ocupan Viena, buscó refugio en Inglaterra, y agradeció a los ingleses la hospitalidad. Freud descubrió, entre otras cosas, la grandeza y complejidad del aparato psíquico. Cuando soñamos, que es quizás el escenario donde se despliega con más ímpetu y soltura la maravilla del inconsciente, pasan cosas fantásticas y extrañas.
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Estamos cenando con amigos y de repente aparecemos en nuestra casa de la infancia, y está nuestra madre que no es mamá pero sabemos que es ella. Es, no es, nada es lo que parece, y el mundo del de repente.
Y en los viajes ocurre como en el soñar, en el metro de Londres y abracadra parado mirando el consultorio del hombre que hizo que el conocimiento de la vida psíquica fuera posible. Y aclaró que no se trata del psicoanálisis solamente: se trata de descubrir una dimensión única del ser humano.
Estudié en la UBA en el año 1983, maravillosa época de democracia y aire puro después de los años del horror de la dictadura militar. La corriente teórica de la facultad era de corte psicoanalítico, y aquí dejo constancia y siento mis bases profesionales.
Tengo la oreja formada desde la lectura y el estudio de Freud, mi corriente de base es el psicoanálisis, y luego con el trabajo en adicciones, familias y grupos fui sumando de distintas corrientes, todas aquellas que me permitan avanzar en la comprensión del padecimiento de mis pacientes y estrategias para que puedan lidiar con él. Pero, más allá de la posición teórica, este hombre es uno de los que ha marcado la historia, uno de los imprescindibles del desarrollo del pensamiento de la humanidad.
Y aquí estoy, imaginando y conmoviéndome, pensando que estuvo aquí. Su consultorio está plagado de objetos arqueológicos, recuerdos de Freud, de sus viajes. Piedras, adornos, no alcanzan los ojos para mirar…
Recuerdo a Winicott, psicoanalista inglés que habla de los niños como pequeños reyes Midas que convierten en juguetes cada objeto que tocan… Y allí estaban, cientos de ellos como referencias para imaginar, asociar y encontrar respuestas a cada una de las preguntas que los seres humanos nos hacemos.
Increíble estar acá, y voy hacia el jardín que no puede ser visitado por resguardo a las plantas, imagino, pero sí puedo verlo desde la tienda del museo. Las mismas plantas que Freud quería y cuidaba, cálido, bello jardín… Y me llevo una foto de Freud con su perro Jofi, y me acuerdo de mis queridas Gala y Uma, a quienes extraño y mucho en estos días de viaje y descubrir…
Y como el inconsciente existe, y como somos hijos de Sigmund intelectualmente hablando, no puedo dejar de empáticamente acordarme de mi consultorio repleto de objetos que voy juntando por la vida para que mis pacientes puedan jugar, soñar o simplemente acompañar.
El consultorio tiene vida, las energías circulan, los objetos están allí. Y yo estoy aquí ahora, a corazón abierto y conmovido… Arriba, el consultorio de Anna, hija de Freud y gran psicoanalista de niños quien siguió viviendo en esta casa tras la muerte de su padre.
Una colega da en otra sala una charla a un grupo de visitantes, no tengo más tiempo, debo volver para una cena con amigos pero soy feliz… La felicidad de estar aquí, de poder pisar mismas baldosas, de poder ver algo de su mundo e imaginar cómo es ser una de las grandes cabezas de la humanidad, y agradecerle porque por él, aunque nunca supo ni sabrá de mí, soy quien soy, hago lo que hago y amo de esta forma mi profesión.
Mi querida amiga Graciela me advirtió: “Cuidado que las emociones corren fuerte en el museo de Freud”, y vaya que tenía razón… Y vuelvo a sentir el olor de los libros, de las obras completas en ese diciembre de 1987 en mi casa de infancia…
Sigmund Freud, chapeau…
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