Cuando planeábamos con Adriana, mi esposa, el viaje que hicimos en junio de este año a Europa y decidimos incluir la hermosa ciudad polaca de Cracovia, se nos planteó una duda profunda.
A sólo una hora de distancia se encuentra el Museo instalado en el que funcionó como campo de concentración de Auschwitz. A nuestra edad, después de haber leído infinidad de libros y haber visto muchas películas, uno tiende a pensar que conoce bien los horrores del nazismo y la tragedia del holocausto. Más aún, vivimos la experiencia de visitar diversos museos alusivos en distintos países y no nos era fácil decidir si tenía sentido volver a transitar por el dolor profundo que inevitablemente causan.
No sentíamos que fuera a modificar nuestro profundo compromiso con la memoria y la necesidad de preservarla
Después de mucho pensar acordamos postergar la decisión para el momento de estar allí.
Llegados a Cracovia, bellísima ciudad que vale la pena visitar, nos decidimos y contratamos una visita con guía en español.
El día amaneció muy nublado y durante el trayecto al museo comenzó a llover, un clima adecuado para emociones que, sabíamos, serían muy fuertes.
El museo está abierto en verano desde las 4 de la mañana hasta las 10 de la noche. La visita se puede hacer en grupos o en forma particular y cuentan con audioguías para quienes deseen hacerla de ese modo. Nuestro grupo tenía una guía local que hablaba español y mediante auriculares sintonizados nos fue transmitiendo sus explicaciones durante más de tres horas.
Primero visitamos el campo original, inaugurado en 1940 donde los nazis comenzaron llevando sobre todo a prisioneros polacos. Luego de haberse resuelto la siniestra "solución final", fueron enviando al campo mayoritariamente a hombres, mujeres y niños judíos de los distintos países europeos ocupados.
En este campo se recorren los pabellones donde se alojaban, diversa información de la época y las atroces condiciones en que vivían los prisioneros. Los que que no eran inmediatamente asesinados eran obligados a trabajar hasta 14 horas diarias, comiendo raciones ínfimas u alojados en lugares sin ninguna calefacción. El promedio de vida en tales condiciones era de unos tres meses. Qué problema podía haber para los monstruos, si el reemplazo de trabajadores era diario?
La siguiente etapa de la visita es el vecino campo de Birkenau, diez veces más grande que el anterior y ubicado a unos tres kilómetros. Ese fue el principal sitio de exterminio masivo con capacidad para alojar hasta cien mil personas.
Entre los dos complejos fueron asesinados un millón trescientos mil seres humanos, entre ellos un millón cien mil eran judios, ciento cincuenta mil polacos, veinticinco mil soldados sovieticos y miles de homosexuales, gitanos u opositores políticos al régimen.
En Birkenau había una estación de tren que llegaba al recinto donde se empezaba a separar a las familias apenas llegaban, y a alrededor de un ochenta por ciento se los conducía engañados en forma directa a las cuatro cámaras de gas instaladas en el lugar.
Transitamos los caminos por los que caminaban los prisioneros, que llegaban después de varios días de viaje en vagones cerrados de ganado donde muchos morían antes de llegar.
Vimos los restos de la única cámara de gas que los genocidas no pudieron destruir totalmente antes de fugarse del lugar.
Contemplamos las salas donde se conserva cabello de los prisioneros que no llegaron a enviar a Alemania. El cabello se destinaba a usos industriales y hay también, muestras de los cientos de miles de calzados y múltiples enseres robados a las víctimas.
Conocíamos lo ocurrido en esos campos del espanto mucho antes de ir y sin embargo la visita nos dejó una huella profunda en el corazón, como sin duda lo ha hecho y lo hará en el de cualquier ser humano.
Las lágrimas caían lentas y silenciosas mientras tratábamos –infructuosamente- de comprender lo que nuestros ojos veían.
Por fortuna pudimos comprobar que la concurrencia a ese indispensable monumento a las víctimas de tanto horror es numerosa y constante. Sentimos que las reacciones de los visitantes, su respeto y su dolor, estaban alineadas con las nuestras.
Regresamos a Cracovia intensamente movilizados pero convencidos de que habíamos tomado la decisión correcta.
El pabellón de los niños y el de la muerte, junto a cada rincón de los campos quedará grabado para siempre en nuestra memoria y en la de todos los que allí acuden. Tanto como el compromiso de hacer lo que esté a nuestro alcance para que se cumpla la leyenda inscripta en las remeras que se venden a la salida:
"Auschwitz nunca más"